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La gestión del estrés en el ámbito educativo es una tarea compleja y multidimensional que requiere estrategias psicológicas, pedagógicas y organizativas. Su objetivo principal es prevenir y afrontar el malestar emocional que docentes, estudiantes y personal educativo pueden experimentar ante las demandas académicas, sociales o administrativas. Lejos de eliminar el estrés por completo, se busca mantenerlo en niveles funcionales que favorezcan la adaptación y el bienestar.
Desde una perspectiva teórica, la comprensión del estrés se enriquece con varios modelos. El modelo de evaluación cognitiva de Lazarus y Folkman plantea que el estrés surge no solo por el entorno, sino por la valoración que cada persona hace de una situación y de sus propios recursos para afrontarla. Esto abre la puerta a intervenciones que modifiquen percepciones y fortalezcan habilidades de afrontamiento. Por su parte, la ley de Yerkes-Dodson señala que un nivel moderado de activación mejora el rendimiento, mientras que niveles muy altos o bajos lo perjudican. Este principio fundamenta la necesidad de mantener una activación óptima en el aula. Finalmente, el modelo transaccional del estrés resalta la importancia de contextos escolares seguros y de desarrollar habilidades autorregulatorias para una adaptación saludable.
En la práctica, la gestión del estrés implica actuar sobre varios niveles. En primer lugar, es clave el reconocimiento de los síntomas. El estrés puede manifestarse a través de síntomas somáticos (fatiga, insomnio, cefaleas), cognitivos (dificultades atencionales, bloqueos), emocionales (ansiedad, irritabilidad, tristeza) y conductuales (aislamiento, evitación, consumo de sustancias). Detectar estas señales a tiempo permite evitar su cronificación y deterioro del desempeño académico y docente.
Una vez identificados los síntomas, el fortalecimiento de las estrategias de afrontamiento se vuelve central. Estas se dividen en dos grandes grupos: centradas en el problema y centradas en la emoción. Las primeras apuntan a resolver directamente la causa del estrés (por ejemplo, mediante la planificación o la toma de decisiones racional), mientras que las segundas buscan regular la respuesta emocional (a través de técnicas como la meditación, el humor o la reformulación cognitiva). En este ámbito destaca la noción de flexibilidad psicológica, clave en terapias como la ACT (Terapia de Aceptación y Compromiso), que enseña a las personas a actuar en coherencia con sus valores incluso bajo presión.
A nivel institucional, el entorno educativo cumple un rol protector fundamental. Mejorar el clima escolar, ajustar las cargas académicas, fomentar competencias socioemocionales, ofrecer apoyo psicosocial al profesorado y promover la participación estudiantil son acciones prioritarias. Estas medidas no solo reducen el estrés, sino que mejoran la convivencia, la motivación y el rendimiento global.
En conclusión, la gestión del estrés educativo requiere una mirada integral e interdisciplinar que combine estrategias individuales con intervenciones colectivas. Es indispensable articular conocimientos psicológicos con enfoques pedagógicos inclusivos, en favor de una cultura educativa que priorice el bienestar emocional como base para el aprendizaje y el desarrollo profesional.
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